Pan y queso

Era verano en dos mil cinco y no había otra cosa para hacer que jugar al fútbol. El uso de la cancha del club estaba dividido en dos grupos, que mantenían el mismo método organizativo aunque las generaciones pasaran. Los más grandes esperaban hasta que el sol de la tarde estuviera manso. Entonces entraban arrastrando los pies, y los que estuvieran pateando sabían que contaban con cinco minutos de reloj para cerrar el partido. No había ningún acuerdo verbal, pero si no se iban, los grandes mandaban la pelota afuera del club, vaya a saber el dueño a qué patio de la cuadra, y no quedaba con qué jugar. Anécdotas tristes se llevaron los que quisieron hacerles frente, así que a los más chicos no les quedaba otra que correr abajo del sol de las tres de la tarde.

La lógica de esos amistosos era armar dos equipos parejos con los jugadores que se tuviera a disposición en cada encuentro. Como ya se conocían los talentos de cada uno, los bandos se elegían en función de una tabla mental de equivalencias que todos manejaban. Bruno era igual que Alejandro. Agustín era lo mismo que Facundo, o que Manuel y Alejo los dos juntos. Los chicos de primaria eran todos iguales, nomás había que repartirlos mitad y mitad para que no se amontonaran. Aunque primeros en esta jerarquía, los únicos nombres que tenían prohibido mirar el mismo arco eran Julián y Francisco.

La habilidad de los dos dejaba al resto con la boca abierta y llena de respeto. Cuando la pelota se disputaba entre esas cuatro piernas, los demás se conformaban con verlos levantar polvo. Los creían estrellas del barrio que circulaban en una órbita superior, en parte porque eran los únicos que, a veces, se podían dar el lujo de quedarse jugando con los más grandes cuando les hacía falta gente. Esa adoración los volvía inaccesibles; ninguno de los otros chicos se animaba a sentarse con ellos cuando se iban a la parte más alejada de la cancha a ver el partido siguiente. Seguro tenían charlas extraordinarias en las que se contaban sus hazañas con la redonda o discutían sobre los mejores del mundo.

Lo que no se imaginaban era que ellos no intercambiaban ni una sola palabra de fútbol. Cuando estaban solos aprovechaban cada segundo para hablar de sus vidas, con la ansiedad de quienes sienten que las palabras le ocupan espacio en el cuerpo. Hablaban de lo que fuera: la secundaria, los amigos, la familia, de qué querían estudiar. Julián era bueno recomendando películas y Francisco hacía comparaciones que lo dejaban reflexionando a Julián. 

Día a día se fue creando una especie de sinergia y cada vez llegaban más rápido a los temas profundos. Una tarde especialmente reflexiva, Julián lloró lágrimas tranquilas y aprendió que a veces podía dejarlas bajar por la cara. A Francisco eso no lo sorprendió, porque para él el llanto era algo inevitable si se emocionaba, pero sí fue la primera vez que veía llorar a otro y no se animó a abrazarlo. Se acordó de lo que el padre le repetía cada vez que lo veía acompañado de una chica cuando volvía de la escuela; a veces hay que «aguantarse las ganas para no meter la pata». Los dos sentían que el sol se apuraba para irse y los dejaba charlando a oscuras demasiado pronto. No les quedaba otra que levantarse y empezar a salir, con toda la parsimonia posible, para estirar un minuto más la cuadra que compartían del recorrido antes de separarse en la esquina.

Cuando ya la rutina en el club había encontrado un equilibrio aparente, febrero se empezó a resquebrajar y la palabra «clases» fue lo que terminó de romper el hechizo. El último domingo de fútbol, todos los jugadores se encontraron tan temprano que tuvieron que ir a buscar al tesorero a la casa para que les vaya a abrir la reja de la canchita. Los nenes de la primaria eran cuatro, y a los otros les pareció un buen augurio que fueran un número par. Esa tarde habría buen fútbol.

Empezaron a pelotear para entrar en calor pero a los cinco minutos se decidió a los gritos que ya podían arrancar a contar los goles. Ese fue el punto de inflexión que dio lugar a la desesperación, nadie quería perder el último partido. No era que se fuera a hablar de eso al día siguiente en la escuela, porque la escuela era como una dimensión que no coincidía con ninguna otra actividad. Lo que pasaba era que una vez que te tildaban de mal jugador, era más fácil convencer a tus papás de que toda la familia se mudara de barrio que demostrar que podías jugar mejor. Y por esas cosas de la memoria, los últimos partidos de la temporada eran siempre los únicos que se grababan en el recuerdo colectivo. No importaba qué cagadas te habías mandado antes, si en ese partido hacías un gol eras Messi, y si por tu culpa perdía el equipo, mejor que no te volvieran a ver por varias semanas. 

De todas formas, la única tragedia posible era que hubiera un empate. Como en los clásicos, es algo que puede pasar pero que deja a jugadores e hinchas con la sensación de que no se jugó a nada. Sin embargo, en la primera jugada de gol quedó claro que el empate era la posibilidad más imposible. El delantero del equipo de Francisco quedó mano a mano con el arquero contrario y quiso gambetearlo por un costado. El arquero se tiró con las manos sobre la pelota queriendo inmovilizarla y no la soltó a pesar de los botinazos. Con tres dedos posiblemente quebrados, no quiso salir de la cancha hasta que entró el primer suplente y le exigió los guantes.

La tarde pasó en un suspiro y el final fue abrupto. Iban cinco a cuatro y recién estaban llegando los primeros grandes. Un mediocampista del equipo que estaba arriba agarró un rebote de volea, la pelota atravesó el arco en diagonal y fue a reventarse contra uno de los palos borrachos que rodeaban la cancha. Las espinas no tuvieron ni un poquito de piedad. El ruido de la explosión coronó campeón a un equipo y sus integrantes salieron corriendo a abrazarse. Después de un rato de burlas y saltos en ronda, Julián y Francisco cruzaron miradas breves. Francisco, con Julián atrás suyo, salió caminando del club hasta el quiosco de la esquina. Como era la costumbre, compraron un jugo de naranja y se fueron a sentar contra el alambrado del fondo de la cancha, el mismo lugar de siempre.

Ninguno de los dos empezaba la conversación esta vez. Julián tomaba del pico sin dejar de seguir la pelota con los ojos, ahora que los grandes ya estaban jugando. Francisco alternaba entre el juego y el torso lleno de tierra de Julián. Cuando se levantara le iban a quedar los rombos del alambre marcados en la espalda. La pierna que Julián movía de izquierda a derecha se terminó apoyando en la rodilla de Francisco. No tenía mucho pelo todavía pero un montón de lastimaduras le llenaban la piel. Se notaba que le habían dado puntos bien abajo, cerca del botín naranja sucio. 

El primer fin de semana le había visto los botines impecables, como si fueran un regalo adelantado de Navidad. Tenían que hacer «pan y queso» para decidir qué equipo sacaba primero, y ellos dos, que ya habían generado admiración, fueron los representantes de cada grupo. El ritual exigía una distancia aproximada de dos metros que había que salvar apoyando un pie adelante del otro, sin espacio y por turnos. A cada pisada, uno decía «pan» y el otro respondía «queso», y así se iba armando un sánguche inverosímil en el que ganaba el último ingrediente en colocarse.

Francisco dice pan y pone un pie que le parece muy chico para su edad. Julián dice queso con una voz que le sacude el cuerpo a Francisco. Pan, y se da cuenta de que van a terminar chocándose. Queso, Julián no mira el piso. Pan, ¿es del barrio ese pibe? Queso, Julián lo mira a los ojos. Pan, hoy se había puesto una camiseta vieja. Queso, Julián está en cuero. Pan, el equilibrio le cuesta. Queso, Julián quiere saber cómo se llama. Pan, siente la espalda transpirada. Queso, los rulos de Julián le llegan hasta los hombros. Pan, apoya el pie y quedan cinco centímetros de distancia en el suelo. Queso, Julián mete el talón en el espacio y le apoya el pie talle cuarenta y tres con una suavidad que nadie más percibe.

Esos mismos botines ya tenían la mugre de varios meses y la gloria de muchos goles. Julián empezó a codearlo para que mirara el partido. Aunque había uno tirado en el piso, la jugada seguía y, después de varios rebotes desesperados, hubo un gol de chilena. Después de eso, costó que el jugador pudiera dejar de festejar para seguir el juego.

–Es el mejor gol que vi en todo el verano–le dice Julián, que no sabía dónde meter tanta emoción que de repente le había surgido por una chilena de mierda.

Francisco sabía que ciertos comentarios no buscan respuesta. Con la adrenalina de la final todavía dando vueltas, se acercó y le puso un beso fugaz a mitad de camino entre la boca y el cachete. Hay besos que no son los primeros pero sí son los que te despiertan el cuerpo. Julián se puso serio, se acomodó más derecho contra el alambrado y volvió a mirar el partido, que recomenzaba. Sin embargo, dejó caer otra vez la pierna sobre Francisco y le aplastó la incertidumbre de si finalmente había metido la pata. Se quedaron así hasta que la oscuridad, puntual como siempre, les marcó la partida. Cuando se levantaron, Francisco le sacudió la tierra de la espalda y sonrió al tocar los trazos del alambre. Las marcas le iban a durar muy poco, quizás ni las tuviera para cuando llegara a su casa, pero quién les iba a borrar ese verano de fútbol que les había curtido la piel. Cuando se ve tanto sol junto, ya no hay noche que te lo saque de los ojos.

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