Canto al albañil

Ilustración y canción: El Fogón (@el_fogon.ok)
Escuchala acá

Mucho se ha cantado
al campesino
al trabajador
de fábrica
al gaucho
y al maestro
Poco se ha cantado
al albañil

Al obrero
de la ciudad
Al obrero
del cemento
con ropa
de arena
y ojos
de cal

Niño albañil
que curtís
tus costumbres
con los adultos
la espalda
con carretillas
las manos
con ladrillos

Viejo albañil
que cuidás
la obra
por la noche
Custodiás
el reino
de andamios
como tuyo

Hombre albañil
no vuelvas tarde
Pocas horas te separan
de la próxima jornada
Acostate
con todo puesto
así robás
minutos de sueño

Hombre albañil
no vuelvas tarde
Una mujer
y cinco hijos
en el rancho esperan
con hambre acumulada
escuchar el ruido
de tu bicicleta
oxidada

Pan y queso

Era verano en dos mil cinco y no había otra cosa para hacer que jugar al fútbol. El uso de la cancha del club estaba dividido en dos grupos, que mantenían el mismo método organizativo aunque las generaciones pasaran. Los más grandes esperaban hasta que el sol de la tarde estuviera manso. Entonces entraban arrastrando los pies, y los que estuvieran pateando sabían que contaban con cinco minutos de reloj para cerrar el partido. No había ningún acuerdo verbal, pero si no se iban, los grandes mandaban la pelota afuera del club, vaya a saber el dueño a qué patio de la cuadra, y no quedaba con qué jugar. Anécdotas tristes se llevaron los que quisieron hacerles frente, así que a los más chicos no les quedaba otra que correr abajo del sol de las tres de la tarde.

La lógica de esos amistosos era armar dos equipos parejos con los jugadores que se tuviera a disposición en cada encuentro. Como ya se conocían los talentos de cada uno, los bandos se elegían en función de una tabla mental de equivalencias que todos manejaban. Bruno era igual que Alejandro. Agustín era lo mismo que Facundo, o que Manuel y Alejo los dos juntos. Los chicos de primaria eran todos iguales, nomás había que repartirlos mitad y mitad para que no se amontonaran. Aunque primeros en esta jerarquía, los únicos nombres que tenían prohibido mirar el mismo arco eran Julián y Francisco.

La habilidad de los dos dejaba al resto con la boca abierta y llena de respeto. Cuando la pelota se disputaba entre esas cuatro piernas, los demás se conformaban con verlos levantar polvo. Los creían estrellas del barrio que circulaban en una órbita superior, en parte porque eran los únicos que, a veces, se podían dar el lujo de quedarse jugando con los más grandes cuando les hacía falta gente. Esa adoración los volvía inaccesibles; ninguno de los otros chicos se animaba a sentarse con ellos cuando se iban a la parte más alejada de la cancha a ver el partido siguiente. Seguro tenían charlas extraordinarias en las que se contaban sus hazañas con la redonda o discutían sobre los mejores del mundo.

Lo que no se imaginaban era que ellos no intercambiaban ni una sola palabra de fútbol. Cuando estaban solos aprovechaban cada segundo para hablar de sus vidas, con la ansiedad de quienes sienten que las palabras le ocupan espacio en el cuerpo. Hablaban de lo que fuera: la secundaria, los amigos, la familia, de qué querían estudiar. Julián era bueno recomendando películas y Francisco hacía comparaciones que lo dejaban reflexionando a Julián. 

Día a día se fue creando una especie de sinergia y cada vez llegaban más rápido a los temas profundos. Una tarde especialmente reflexiva, Julián lloró lágrimas tranquilas y aprendió que a veces podía dejarlas bajar por la cara. A Francisco eso no lo sorprendió, porque para él el llanto era algo inevitable si se emocionaba, pero sí fue la primera vez que veía llorar a otro y no se animó a abrazarlo. Se acordó de lo que el padre le repetía cada vez que lo veía acompañado de una chica cuando volvía de la escuela; a veces hay que «aguantarse las ganas para no meter la pata». Los dos sentían que el sol se apuraba para irse y los dejaba charlando a oscuras demasiado pronto. No les quedaba otra que levantarse y empezar a salir, con toda la parsimonia posible, para estirar un minuto más la cuadra que compartían del recorrido antes de separarse en la esquina.

Cuando ya la rutina en el club había encontrado un equilibrio aparente, febrero se empezó a resquebrajar y la palabra «clases» fue lo que terminó de romper el hechizo. El último domingo de fútbol, todos los jugadores se encontraron tan temprano que tuvieron que ir a buscar al tesorero a la casa para que les vaya a abrir la reja de la canchita. Los nenes de la primaria eran cuatro, y a los otros les pareció un buen augurio que fueran un número par. Esa tarde habría buen fútbol.

Empezaron a pelotear para entrar en calor pero a los cinco minutos se decidió a los gritos que ya podían arrancar a contar los goles. Ese fue el punto de inflexión que dio lugar a la desesperación, nadie quería perder el último partido. No era que se fuera a hablar de eso al día siguiente en la escuela, porque la escuela era como una dimensión que no coincidía con ninguna otra actividad. Lo que pasaba era que una vez que te tildaban de mal jugador, era más fácil convencer a tus papás de que toda la familia se mudara de barrio que demostrar que podías jugar mejor. Y por esas cosas de la memoria, los últimos partidos de la temporada eran siempre los únicos que se grababan en el recuerdo colectivo. No importaba qué cagadas te habías mandado antes, si en ese partido hacías un gol eras Messi, y si por tu culpa perdía el equipo, mejor que no te volvieran a ver por varias semanas. 

De todas formas, la única tragedia posible era que hubiera un empate. Como en los clásicos, es algo que puede pasar pero que deja a jugadores e hinchas con la sensación de que no se jugó a nada. Sin embargo, en la primera jugada de gol quedó claro que el empate era la posibilidad más imposible. El delantero del equipo de Francisco quedó mano a mano con el arquero contrario y quiso gambetearlo por un costado. El arquero se tiró con las manos sobre la pelota queriendo inmovilizarla y no la soltó a pesar de los botinazos. Con tres dedos posiblemente quebrados, no quiso salir de la cancha hasta que entró el primer suplente y le exigió los guantes.

La tarde pasó en un suspiro y el final fue abrupto. Iban cinco a cuatro y recién estaban llegando los primeros grandes. Un mediocampista del equipo que estaba arriba agarró un rebote de volea, la pelota atravesó el arco en diagonal y fue a reventarse contra uno de los palos borrachos que rodeaban la cancha. Las espinas no tuvieron ni un poquito de piedad. El ruido de la explosión coronó campeón a un equipo y sus integrantes salieron corriendo a abrazarse. Después de un rato de burlas y saltos en ronda, Julián y Francisco cruzaron miradas breves. Francisco, con Julián atrás suyo, salió caminando del club hasta el quiosco de la esquina. Como era la costumbre, compraron un jugo de naranja y se fueron a sentar contra el alambrado del fondo de la cancha, el mismo lugar de siempre.

Ninguno de los dos empezaba la conversación esta vez. Julián tomaba del pico sin dejar de seguir la pelota con los ojos, ahora que los grandes ya estaban jugando. Francisco alternaba entre el juego y el torso lleno de tierra de Julián. Cuando se levantara le iban a quedar los rombos del alambre marcados en la espalda. La pierna que Julián movía de izquierda a derecha se terminó apoyando en la rodilla de Francisco. No tenía mucho pelo todavía pero un montón de lastimaduras le llenaban la piel. Se notaba que le habían dado puntos bien abajo, cerca del botín naranja sucio. 

El primer fin de semana le había visto los botines impecables, como si fueran un regalo adelantado de Navidad. Tenían que hacer «pan y queso» para decidir qué equipo sacaba primero, y ellos dos, que ya habían generado admiración, fueron los representantes de cada grupo. El ritual exigía una distancia aproximada de dos metros que había que salvar apoyando un pie adelante del otro, sin espacio y por turnos. A cada pisada, uno decía «pan» y el otro respondía «queso», y así se iba armando un sánguche inverosímil en el que ganaba el último ingrediente en colocarse.

Francisco dice pan y pone un pie que le parece muy chico para su edad. Julián dice queso con una voz que le sacude el cuerpo a Francisco. Pan, y se da cuenta de que van a terminar chocándose. Queso, Julián no mira el piso. Pan, ¿es del barrio ese pibe? Queso, Julián lo mira a los ojos. Pan, hoy se había puesto una camiseta vieja. Queso, Julián está en cuero. Pan, el equilibrio le cuesta. Queso, Julián quiere saber cómo se llama. Pan, siente la espalda transpirada. Queso, los rulos de Julián le llegan hasta los hombros. Pan, apoya el pie y quedan cinco centímetros de distancia en el suelo. Queso, Julián mete el talón en el espacio y le apoya el pie talle cuarenta y tres con una suavidad que nadie más percibe.

Esos mismos botines ya tenían la mugre de varios meses y la gloria de muchos goles. Julián empezó a codearlo para que mirara el partido. Aunque había uno tirado en el piso, la jugada seguía y, después de varios rebotes desesperados, hubo un gol de chilena. Después de eso, costó que el jugador pudiera dejar de festejar para seguir el juego.

–Es el mejor gol que vi en todo el verano–le dice Julián, que no sabía dónde meter tanta emoción que de repente le había surgido por una chilena de mierda.

Francisco sabía que ciertos comentarios no buscan respuesta. Con la adrenalina de la final todavía dando vueltas, se acercó y le puso un beso fugaz a mitad de camino entre la boca y el cachete. Hay besos que no son los primeros pero sí son los que te despiertan el cuerpo. Julián se puso serio, se acomodó más derecho contra el alambrado y volvió a mirar el partido, que recomenzaba. Sin embargo, dejó caer otra vez la pierna sobre Francisco y le aplastó la incertidumbre de si finalmente había metido la pata. Se quedaron así hasta que la oscuridad, puntual como siempre, les marcó la partida. Cuando se levantaron, Francisco le sacudió la tierra de la espalda y sonrió al tocar los trazos del alambre. Las marcas le iban a durar muy poco, quizás ni las tuviera para cuando llegara a su casa, pero quién les iba a borrar ese verano de fútbol que les había curtido la piel. Cuando se ve tanto sol junto, ya no hay noche que te lo saque de los ojos.

Portuario

En los puertos de la ciudad
revivo y muero
soy solo un jornalero
que la espalda regala
aunque ya esté cansada
a cualquier autoridad

Quién me va a enseñar
cómo hacerme valer
yo solo me eduqué
y a mí nadie me engaña
el que trate mala saña
es lo que se va a llevar

Cajas van y vienen
yo nunca pregunto
sé que cuanto más urgo
menos me gusta lo que veo
así que miro al cielo
porque es lo que me conviene

Si yo ignoro, señora
no es de bruto ni perdido
pero el famoso despido
es lo primero que viene
a la boca de los jefes
cuando llega la hora

Entre los barcos que encallan
aparece alguna alegría
que disipa las penas sombrías
de mi labor tedioso,
algún corazón candoroso
que la espera desamarra

Así pasan mis días
entre cajas y faenas
las ganas me desvelan
y no pierdo esperanzas
de escaparme en un barco
cual polizonte polaco
a buscar aventuranzas
y morir a la deriva

Hasta que la muerte las separe

Mi abuela Lita vivió cincuenta y tres años con la prima Estela. Mamá decía que vivían juntas para abaratar el alquiler. En cambio, papá me contaba que la convivencia era una forma de hacerse compañía, porque ninguna de las dos había conseguido casarse. Y como una versión no contradecía a la otra, crecí sin dudar de ninguna de las dos.

Durante años fui a tomar la leche a lo de mi abuela. Siempre las miraba cuando me preparaban la chocolatada. Se metían las dos en la cocinita y mientras una batía la leche y el polvo, la otra me ponía vainillas en una bandeja. A veces se chocaban y una le ponía un brazo en la espalda a la otra, como pidiendo perdón. Yo creía que las unía un cariño parecido a la necesidad. Que se daban la mano porque las mujeres tienen permitidas ciertas demostraciones de sentimientos que la hombría vedaba a los hombres. O que los sábados hacían reuniones con otras señoras concubinas y se ponían corbatas solo para inventar los maridos que quisieran tener.

Me acuerdo el momento exacto cuando pregunté por qué Lita y Estela dormían en una cama grande. Mamá se quedó quieta con los platos llenos de detergente y la canilla corriendo. Papá la miró a mamá. Entre los dos me explicaron que su dormitorio era bien chiquito y una cama matrimonial entraba mejor que dos camas simples, pero que no se me ocurriera preguntarle eso a ellas, las podía ofender por tener poco espacio. Pero los nenes no conocen la discreción, así que una vez que me puse a mirar tele con mi abuela en la cama, me ganó la curiosidad. Ella se rió y me contestó que hay amores que no entran en una cama chica.

Hace diez años, cuando se promulgó la ley de matrimonio igualitario, Lita y Estela fueron las primeras del pueblo en ejercerla. Colgaron un portarretratos enorme con la foto del civil en la cocina. Al lado pusieron encuadrada la libreta de matrimonio, en la que vi por primera vez el apellido de la prima Estela. ¿De quién era prima la prima si no había nadie más con ese apellido en la familia? Cuando exigí saber, mis padres me dieron más respuestas dudosas: que «prima» es una forma cariñosa de decir «amiga» y que el matrimonio era para que ambas pudieran compartir la misma obra social, ahora que ya estaban jubiladas.

Tengo veinte años y vengo del crematorio de mi abuela. Estela murió hace tres meses, Lita no aguantó la casa ella sola. Veo tanto espacio vacío y pienso cómo nunca me di cuenta de todo el amor que habitaba esos cuartos. Que Estela pintó las paredes hasta el último año que pudo subirse a una escalera, que tenían fotos de las dos en todos los muebles, que la repisa está llena de los libros que se regalaban y no hay uno solo sin dedicatoria, que Lita llevaba en la billetera un rulo de cuando Estela tenía veinticinco años. Cómo nunca racionalicé eso que todos callaban y yo no sabía nombrar.

Hoy me enteré, en medio de abrazos y parentela, que mis tíos habían querido desalojarla a la prima Estela, porque «le gastaba el sueldo a la abuela». ¿Sería eso o sería que hubieran preferido que la abuela gaste su sueldo en un hombre, o mejor, que un hombre se gaste el sueldo en ella? Sea cual fuere, cuando ellas se casaron, la orden de desalojo que mis tíos habían conseguido firmar de forma poco elegante quedó sin efecto. Entonces, es cierto que un papel no garantiza el amor pero cuando el amor desborda, un papel te garantiza derechos.

El tamaño de tu amor

Fotografía: Georgina Rivolta (@gerivolta)

Este escrito no es para gente disidente. Es para que la gente disidente se lo mande a sus padres por mail, se los deje impreso en la mesita de luz o nada más se sienten adelante y se lo lean.

Voy a empezar diciendo que, el día que los agarré a mis papás y les conté que era lesbiana, mi situación fue privilegiada. ¿Mis papás lloraron? Sí. ¿Me entendieron? No. ¿Se lo esperaban? Tampoco. Muchos meses después llegaron a contarme que incluso habían rezado para que cambie de parecer. Vi todo el dolor y la desazón que los atravesó. Pesaba mucho que la misma situación que a mí me estaba liberando tanto a ellos los angustiara en la misma medida. Ningún hijo quiere hacer sufrir a los padres ¿pero cuál hubiera sido la otra opción?

La mentira. Mentir constantemente sobre con quién estaba o a dónde salía. Mentir cuando mamá me preguntara si me gustaba un chico. Mentir cuando papá quisiera saber con quién me reía tanto por teléfono. Mentir cuando subiera una foto para que la vean todos menos ellos. Mentir significaría ocultar la parte más trascendental de mí, esconderles la alegría de saber quién soy e ir dejándolos de a poco fuera de mi vida.

¿Por qué dije privilegiada? Porque nuestra primera charla terminó con la frase más cariñosa y sincera que podrían haberme dicho: «No te entendemos, pero te queremos y no nos importa lo que elijas». Por supuesto que necesité muchas más charlas y paciencia hasta que el tema se naturalizó. Papá se enojaba si yo usaba el término «torta» y mamá no se animaba a preguntarme con quién estaba saliendo cuando me veía irme toda arreglada. Con mi hermano fue más fácil, ya se había dado cuenta de todo y en una tarde dimos el tema por resuelto.

Un año después, llevé a una chica a casa por primera vez y todos se portaron igual que cuando había llevado a un chico. Ya hacía tiempo que mamá había empezado a querer indagar en las mismas cuestiones amorosas de antes y papá había dejado de hacerse mala sangre por cómo me expresara.

Yo sé que hay cosas que les siguen costando mucho, cosas que en su época no pasaban (es decir, pasaban pero no se decían) y para las que no están preparados. Pero ellos no tienen idea de que su esfuerzo es lo que más vale. Porque la calle es dura. Es denigrante que te griten insultos desde los autos si te ven de la mano con otra mujer; es cansador ocultarlo en el trabajo porque tu jefe es homofóbico y de él depende tu sueldo; y qué decir de que te agarren a trompadas en un boliche por vestirte con corbata siendo mujer. Sin embargo, mucho más terrible es que tus propios padres te den la espalda, que te miren con desprecio y digan que mejor sería que estuvieras muerto, como le dijeron a algunos amigos. Que te echen de tu casa sin más. O que «hacé lo que quieras, pero acá no» y, otra vez, te obligan al silencio y a la mentira como si fuera la dictadura y tuvieras que acallar las verdades. Esos padres pseudodictadores viven bajo la lógica de que no existe lo que no se ve. Si no ves a tu hijo pintándose los labios es porque ya se encaminó. Pero en el fondo sabés que se traga el odio cuando le decís que no sea puto y se corte el pelo como los hombres, sabés que las pinturas de labios que le desaparecen a tu mujer se las lleva él, sabés que sigue siendo puto, solo que fuera del reinado de tu mirada. Y tu hija te habló de frente y bien clarito: «Papá, Micaela es mi novia», pero a vos esa palabra se te queda atravesada y solo te sale decirle «amiga». Te encerrás tanto en tu dolor que no ves la lágrima que tu hija se saca con la mano cada vez que te escucha decir así. Algún día esas lágrimas terminan colmando el vaso…

Es necesario que reconozcamos que el miedo es real. Los límites de nuestra compresión existen. Todos nos enmarcamos en alguna especie de concepto moral o religioso. Y tiemblo cuando pienso en qué me llevarán la contra mis hijos, porque dentro de treinta años quizás se sientan y piensen cosas que a mí me enseñaron que estaban mal y de repente se ve que ya no. A pesar de todo esto, el límite más grande que nos coarta el accionar no es el miedo, nuestro límite es el amor.

Cuando tu hijo tenía cinco, le agarró pulmonía y pensaste que se moría. No dejaste avanzar al miedo porque no tenías otra opción que cuidarlo. Cuando tenía doce y los compañeros de la escuela le pegaban a la salida, lo acompañaste caminando todo el año para que se sienta seguro, aunque los otros padres te decían que eras un boludo porque son cosas de chicos. Ahora tu hijo tiene veintitrés, trabajo o estudia, es un adulto. Aunque creas que no, seguís siendo una figura protectora ante la mierda que es el mundo. La agresión y la discriminación te lastiman cuando viene de la sociedad, por supuesto, pero te destrozan cuando vienen desde adentro; es ir caminando y pisar un clavo parado que no viste; es el aborto sentimental de quienes te protegieron y quisieron pero ya no creen que merezcas, como si dejaras de ser una persona digna de amor, como si dejaras de ser una persona.

Entonces, date cuenta de una vez, no está mal que la idea de una sexualidad diferente te incomode, que no sepas del tema o te cueste acostumbrarte, lo que está mal es que pongas la incomodidad por encima de la relación con tu hijo. Lo que está mal es que prefieras que tu hijo te mienta. Lo único que está mal, acordate, es que tu miedo sea más grande que tu amor.

Aprender a besar

Tenía siete años y Juliana me contó que quería aprender a besar. Lo había visto en varias películas y entendía el mecanismo: lo mostró con sus manos. Aunque no estaba segura de qué pasaba en el túnel que se creaba entre las bocas. Juliana pensaba practicar para cuando tuviera novio. Sin más, cerró la puerta, bajó la persiana y se sentó en canastita adelante mío.

Yo tendría cara de pánico, porque me aseguró con mucha tranquilidad que iba a tener cuidado de no morderme. Obvio que no, ya sé que no me vas a hacer mal, ¿pero y si nos embarazamos? Tonta, me dijo, para eso tenemos que estar desnudas. Bueno, ¿lista? Necesitaba su respuesta para prepararme, ¿cómo?, no sé, pero no estaba lista para que me agarre la cara con manos tibias y me apoye la boca, más tibia todavía. Eso se llama “pico”, me ilustró. Ahora hagámoslo de vuelta y mové los labios. Otra vez el calor, acompañado esta vez de un tirón que sentí en el pelo. Nos besamos un rato hasta que sin querer nos chocamos los dientes. Ella se rió tanto, un poco por el golpe y otro poco porque se creía más mujer. Yo seguía esperando que se volviera a acercar. Nunca más lo hizo.

Esa noche, mientras repasaba toda la escena, me acordé del tirón de pelo. Hubo una corriente en mi entrepierna y el instinto fue llevar la mano ahí. Durante meses me quedé dormida así, con la mano entre las piernas pensando cómo Juliana me invadía el pelo.

De grande me vine a enterar que mis papás habían tenido miedo cuando compraron la primer computadora (yo tendría diez años ya) porque podía llegar a encontrar cosas para adultos en internet. Si hubieran sabido la fuerza que tiene la imaginación puesta al servicio del deseo, me habrían dejado usar internet para hacer la tarea en la primaria.

Lo incorrecto de los halagos

Cuando miro hacia abajo, sin adelantar mucho la cabeza, veo dos tetas y la punta de mis zapatillas. No voy a hablar de las tetas en sí, esta vez, sino de todo lo que ellas ocultan. Literalmente.

Muchas veces me ha pasado escuchar comentarios graciosos, provocadores, desubicados, sobre el tamaño de mis tetas. Esas observaciones siempre me parecieron vacías. Es como que te halaguen, no sé, la forma del codo. Naciste así, qué le vas a hacer.

Si por algún motivo estoy contenta de su tamaño, es porque me tapan la panza. No a la vista de los demás sino a mis propios ojos, que es lo importante al fin. Porque si es cierto que la voluptuosidad corre por mi familia, también es cierto que se aplica a todas y cada una de las partes del cuerpo.

Entonces, yo vivo feliz ignorando mi pancita que vive feliz sabiéndose ignorada por mí, y por lo tanto, libre. Como es libre, no hace fuerza para meterse adentro y ocultarse. Como es libre, cuando me acuesto bolita para el costado se deja caer, se deja chorrear, sobre el colchón. Como es libre, me acompaña saltando cuando salgo a correr. Y todo gracias a que las tetas la resguardan de los pocos pero resistentes mandatos sociales que aún me quedan en los ojos.

El problema está en que la gente halaga cosas y no conductas. Muchos halagan tetas y culos grandes, panzas planas, ombligos chicos, abdominales visibles. Sin embargo nunca me dijeron «Ay, qué pancita libre que tenés». O «¿Cómo hacés para tener la panza tan cómoda?».

Pero claro, el día que la gente diga eso tampoco vamos a necesitar que las tetas nos tapen un carajo. Ese día, todos los sectores de nuestro cuerpo (con la pancita a la cabeza de la revuelta) serán libres de la tiranía de los cánones.

Inercia

Ando bien
digamos
que ando bien
pero en realidad
solo ando
y ni siquiera por voluntad propia,
por impulso,
como cuando una suelta el acelerador
pero el auto sigue avanzando
como este poema
que tampoco me acuerdo por qué lo empecé
y que ya no sé a dónde va
pero va
porque no hay ningún punto
que lo frene
como a mí
que ando
ando bien
digamos

Mapa de grafitis

Todos los días vuelvo en colectivo desde la facultad hasta mi casa. A veces, cuando me olvido el libro, me recuesto hacia atrás y cuento las cuadras mientras van pasando. Sesenta cuadras. Cuarenta y cinco minutos.

Quizás hoy estoy demasiado melancólica para jugar así. Mis amores están todos repartidos por la ciudad y, en general, voy por ahí como si no los viera. Eso es lo que se hace con las cosas del pasado supongo. Pero las escenas siguen impresas en las paredes como un grafiti, esperando que decida volver a mirarlas. En mi mente se despliega entonces un mapa de situaciones amorosas. Y quizás divida el trayecto no en cuadras sino en esquinas donde me besé con alguna piba, donde la esperé hasta que llegara su colectivo, o donde me senté a llorar cuando nos separamos.

Las personas que viven solas van guardando los recuerdos de sus parejas en cajoncitos adentro del ropero. Cuando viene la tristeza los abren. Ponen play a esos cortometrajes que parecieran hechos en la misma locación aunque por diferentes directores. La misma cama en todas las escenas de sexo, diferente la secuencia. Un perro recibe a los visitantes moviendo la cola, cada año un poco más despacio por la artritis. Las charlas en el balcón son muy variadas considerando que las enmarca el mismo horizonte.

Los estudiantes como yo no tenemos casa sola todavía así que vamos desparramando momentos pasionales por las calles. Besamos, metemos manos, desabrochamos botones en cortadas y tramos mal iluminados. Con mucha suerte, conseguimos un auto. Casi nunca.

Si bien cada uno tiene su método, la mayoría entra en los siguientes dos grupos. Están los que repiten lugares porque una vez que se encuentra una buena trinchera no se la abandona por nada. Y después estoy yo, que siento que volver a los escondites con otras chicas es sinónimo de repetir historias. Mi máxima es “piba nueva, lugar nuevo”.

Probablemente mi estrategia sea una cagada y lo único que termine haciendo sea plantarme recuerdos por todos lados para tropezar con ellos después. Como un campo minado. Vas caminando, cantando una canción X en tu mente. En realidad no es una canción X. Es una canción pop que le gustaba a tu ex, porque a vos esa banda no te gustaba tanto pero te gustaba que le gustara. Y te alegra poder cantarla sin ponerte de mal humor. Como cuando pasás el dedo por una cicatriz reciente y comprobás que ya no duele. Vas caminando, mirando las casas de enfrente, casa antigua, edificio en construcción, casa fea, pum, el bar donde se vieron las primeras veces.

Aunque la inercia te haga seguir caminando tus ojos se quedaron en el bar. Se quedaron en la mesita donde se sentaron. Se quedaron en ella cruzada de piernas enfrente tuyo. Imposible detener el recuerdo una vez que empezó a caer. Tenés que dejarlo que se reviente contra el suelo, que los pedazos terminen de moverse, antes de poder barrerlo. Los pedazos grandes son contundentes, te acordás que se fue, que volvió a molestarte un tiempo después, que era hermosa, pero se recogen fácil, así con la mano nomás, y se los tira directo al tacho. No te cortan porque podés esquivarles el filo. Ahora, los chiquitos son peores porque no se ven, pensás que los sacaste y siguen ahí, con una punta diminuta hacia arriba para cuando pases caminando descalza y ay, la escuchaste otra vez diciendo que le des un beso, o sentiste la liviandad de su cuerpo en tus muslos mientras miraban el partido ese México-Túnez hasta que se fuera la madre y después garcharon como nunca.

Recién cuando llegás a la otra calle lográs salirte del campo magnético de ese lugar. Te sentís mejor porque en realidad sí la superaste, solo que el recorrido te tomó por sorpresa. Desde el colectivo es más fácil porque la visión del poste de luz donde te apoyaste para que te bese la piba esa de rulos que viste una sola vez dura apenas un segundo y medio. Si tenés suerte y prevenís todos esos grafitis, llegás psicológicamente ilesa a tu casa. Si te salteaste alguno, te cae como cachetazo y te bajás en la parada divagando sobre cosas como el destino.

Hasta ahora vengo bien. Ya pasó la mitad del recorrido y vi los grafitis de siempre. Están un poco descoloridos y me los sé de memoria. En cinco cuadras viene la calle de mi última novia. Ahí me bajaba los días que la veía después de cursar, a veces no le avisaba, a veces solo no quería volver a mi casa y ella lo sabía, me prestaba su cueva para esconderme unas horas, unos días.

Mi cerebro empieza a cantar una canción de rock que a ella no le gustaba pero me la cantaba porque yo se la cantaba y le decía que a ese ritmo me latía el corazón. Me parece que estoy lista para disfrutar de esa canción otra vez. Me lo merezco. Porque la canción era mía primero. Y se la di, como le había dado tanto, sin pensar en que dejaría de pertenecerme. Y ahora es un buen momento para recuperarla.

El colectivo frena en el semáforo. Esa es la esquina, esa es la parada. Ya me estaría bajando apurada por verla. El corazón se me acelera apenas, aunque lo suficiente como para adelantarse al ritmo de la canción que no podía dejar de cantar. Miro hacia afuera. El ángulo no me da para ver la cara del conductor de al lado. Solo veo un brazo colgando por la ventanilla abierta. Los dedos golpean la chapa, de alguna forma, de alguna manera, por alguna razón inexplicable del tiempo y espacio, al ritmo exacto de la canción en mi cabeza. Se acoplaron a mi música como un instrumento que espera para entrar a compás.

El semáforo cambia, todos ponen primera. Hoy también voy a llegar a mi casa divagando sobre cosas como el destino, como el ritmo, como la gente que entra justo a compás en mi mente. Pero esta vez se siente bien.